
Lo anterior se lo suelta Sandra a la estudiosa que desarrolla su tesis sobre la persistencia del mito de Yarini en la Cuba contemporánea. La sentencia es tan afilada que trasciende el mero rol de frase catártica, para devenir una presunción que a ratos amenaza en volverse contra el filme mismo. Pues, ¿quién que pueda filmar una película sobre aquellos que nunca podrán hacer lo mismo, o escribir un artículo como este con el fin de colgarlo en un blog, no es extranjero en ese (bajo) mundo?, ¿no estamos nosotros (supuestas élites ilustradas) ocupando el lugar de esos voyeurs de la inmundicia que abandonan por unos días la comodidad de sus casas, para asomarse al infierno de un mundo que han adivinado apenas en películas, y siempre desde lejos (véase, a modo de ejemplo, lo que por estos días ha conseguido “Slumdog Millionaire” entre los estirados académicos).
Sin embargo, si el filme de Ernesto Daranas me gusta es porque insiste en ir más allá de la llamada “pornomiseria”. Y al mismo tiempo, es esa pretensión la que me hace sospechar que esa frase del principio no está puesta allí de modo gratuito, o porque suene bien: en el fondo Daranas nos está recordando que su historia es algo más que un documental, y un poco menos que una ficción, si bien a ratos entrecruza los códigos.
Un gesto hermoso en lo que a ética toca, pues no disfraza a su película de hipócritas motivaciones de redención colectiva: el cine no resuelve los problemas de ninguna sociedad, solo puede ayudar a que el individuo tome conciencia de su lugar en ella; el cine es ante todo espectáculo: goce total de los sentidos, ya que para lo otro está la sociología. (He dicho cine porque he visto esta película como en los tiempos de pantalla grande, pese a la insignificancia de mi televisor, pese a la militancia del filme no tanto dentro de la estética del video clip, como dentro del moderno arte del zapping: el arte de presentar y olvidar numerosos personajes con la misma prontitud con que uno muda de canales)

Dicho de otro modo: si esta pretendía ser una historia que (para decirlo como Buñuel) nos notifica sobre la “voluntad del fracaso” (no del triunfo), entonces era preciso resistirse a la tentación de sucumbir ante un mito, para en cualquier caso ajustarle las cuentas a ese mito, ponerlo en evidencia como en el cuento del rey desnudo, y dejarlo en lo que a la larga es: un dulce, pero paralizante autoengaño. Quiero decir, hubiese sido preciso borrar todos esos vestigios de neón con que solemos idealizar el tránsito por los abismos.
En lo personal, las mejores descripciones literarias de esa Cuba profunda las sigo encontrando en “Hombres sin mujer”, de Carlos Montenegro, y un poco más acá, en la “Trilogía sucia de La Habana”, de Pedro Juan Gutiérrez. En ambos autores, lo que ha importado es ponerse en la piel del que está “al margen” (no necesariamente de la ley), y no hablar por él, sino desde él. Por eso es que en esos textos abundan las acciones y parlamentos que escandalizan a quienes no han vivido en una prisión, por ejemplo, y no saben lo que es una sodomía forzosa, o no saben qué es convivir con la culpa de un crimen cometido en una madrugada banal.

Ahora bien, que “Los dioses rotos” contenga sexo, violencia, lenguaje de adultos, y remate de manera predecible con un final nefasto (como el de la tragedia que lo inspira), no impide que resulte al mismo tiempo, una de las historias de amor más delicadas que nos ha regalado el cine cubano. Y es hermosa en su violencia, porque habla sin rodeos de la paradoja infausta de todo aquello que implica una entrega integral: se ama para morir en el otro, sin que importen las consecuencias.
Fuente: Blog La Pupila Insomne de Juan Antonio García Borrero